Club Puerto Azul, Naiguatá, circa 1962: Tito Caula ©Archivo Fotografía Urbana.
La foto es furtiva. La mirada de Tito Caula, el fotógrafo, reparó en la reiteración de la postura del hombre y los dos niños, con la pierna derecha recta y la izquierda flexionada, y rápidamente hizo la composición de acuerdo con la proporción áurea. El borde izquierdo de la columna y el contorno del cuerpo del adulto delimitan los tercios verticales, sabiamente cruzados por dos diagonales, la que dibujan las tres cabezas, y la del techo.
Lo hizo rápidamente. Por impulso. Por reflejo de gran fotógrafo. Sin hacer notar su presencia y la de la cámara, que hubieran mediatizado la imagen, restándole naturalidad. El hecho de que los tres estén de espaldas denota que el autor no quería alterar el momento ni distraer a los participantes de su concentración. La presencia de los niños le hizo extremar su discreción. No quiso agredir abiertamente (“Todo uso de la cámara implica una agresión”, recuerda Susan Sontag) y por eso actuó con la delicadeza del coleccionista (“Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”), encantando, quizá, con ese amago de coreografía. ¿No es como si estuvieran bailando al mismo son, suavecito?
La situación parece ser la de un padre, ¿un hermano mayor?, que estudia la oferta de la rocola. El niño mayor observa las teclas, la ranura por donde se deposita la moneda, los números y letras con que se identifican las canciones… Y el más pequeño se asoma por detrás de la máquina como para desentrañar el misterio de esa caja de luces con un brazo, de cuyos altavoces surge una orquesta. En el vidrio lateral se proyecta una cuarta figura, también masculina, que parece formar conjunto con los tres que vemos en primer plano, solo que este tiene una especie de sustancia fantasmal, de aparecido. Hay muchas canciones que vienen aparejadas con espectros, con seres del pasado, con sombras inexplicables… como la fotografía.
Lee más en La Gran Aldea