
Crecí junto al gabinete lleno de discos compactos de mis padres. Recuerdo vívidamente cómo me paraba frente a él para revisar sus títulos y escoger un álbum para escuchar gaitas zulianas, Franco de Vita, Beethoven o Simón Díaz. De hecho, una de las cosas más duras de irse de Venezuela para mí fue tener que dejar atrás esa colección. Esos discos eran artefactos culturales que me conectaban con un país del que solo había escuchado hablar como un relato de otros tiempos.
Lo mismo les pasa a muchos venezolanos que viven afuera, que también tuvieron que separarse de sus colecciones de discos. Todos sabemos que es poco lo que cabe en las maletas de la emigración. Pero con la aparición de los servicios de streaming como Spotify y Apple Music, se hizo más fácil escuchar esas viejas canciones y reavivar los recuerdos que asociamos a ellas.
Esto parecía ser desde el principio la gran solución para los consumidores. El problema es que trajo un costo inesperado para los artistas.
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