Opinión | Verde jardín, por Rodolfo Izaguirre

Los rostros de los niños en cualquier lugar del mundo resplandecen cuando mezclan o reúnen el color azul con el amarillo porque nace el verde, el color que sigue los pasos de la naturaleza donde quiera que ella se encamine mostrándose en los árboles y asombrándonos con su exuberancia. Primero deben conocer los colores porque los hay cálidos e intensos como el rojo o el amarillo y fríos y débiles como el azul y en medio de estos, el verde que vendría a ser algo transitorio, intermedio, algo que vincula en cierta manera a los cálidos con los fríos sin dejar por ello de desestimar las significaciones o analogías que se permiten establecer la psicología o el psicoanálisis: el azul es el color del espacio, vale decir, del cielo y del pensamiento y los simbolistas consideran al amarillo como un mensajero del sol que nos ilumina durante el día pero nos devuelve a la oscuridad para volver a nacer en un eterno juego de vida y muerte, como si iluminara por instantes nuestro propio origen para olvidarlo luego y recuperarlo después. Entonces, aceptamos que el rojo es el color de la sangre, esto es del ardor de nuestros sentidos y al aceptarlo asumimos que la agonía que acostumbra estremecer a quienes sienten la muerte cerca deriva de ese color. La iluminación que despierta nuestra sensibilidad se asocia con el amarillo porque el verde, lo sabemos, es serenidad que camina y se orienta en la naturaleza, pero se extiende también sobre los cadáveres cuando los roza una leve aunque escalofriante lividez.

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