
Molesto, abandoné aquel consultorio prometiéndome no volver nunca más. Estuve perturbado por un problema renal que me obligó a buscar auxilio en alguien competente y entré en el consultorio de una especialista que resultó ser una mujer altiva, terca y empecinadamente petulante y segura de sí misma. Una doctora orgullosa de sus dominantes conocimientos médicos que mantenía ocultos bajo su blanca bata médica.
Visitó y visionó con sus instrumentos de oficio los frijoles, es decir, mis dos asustados riñones y acusó a la Creatinina y a la falta de agua de ser culpables de mis quejas y dolores. Lo del agua lo entendí y acepté porque llevo algo más de 90 años bebiendo apenas sorbos de agua, pero mucha con sabor a whisky. Inesperadamente, la Creatinina como si fuera una malhumorada adolescente pasó a mi lado indiferente, sin verme y le pregunté a la doctora quién era esa chica que acababa de pasar sin mirarme. La doctora se sobresaltó y volteándose hacia mí, multiplicada en asombrado disgusto, preguntó con visible irritación: «¿Usted no sabe qué es o quién es la Creatinina?», y su mirada me aplastó y me disminuyó hasta que alcancé el tamaño de un gusano de cementerio.
Desapreció detrás del biombo o parabán que protege su privacidad de especialista y la de sus pacientes y reapareció disfrazada de Google. Entonces, señalándome con un dedo acusador, explicó muy académicamente que la Creatinina es un producto de desecho generado por los músculos como parte de la actividad diaria. Que normalmente los riñones la filtran de la sangre y la expulsan del cuerpo por la orina, pero cuando hay un problema con los riñones, ella se puede acumular en la sangre, se vuelve agresiva y peligrosa y sale menos por la orina. Mide el funcionamiento de los riñones y si es alta ocasiona pérdida de apetito, de peso e inflamaciones de pies y manos.
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