Opinión | Hacia la noche vamos, por Rodolfo Izaguirre

Al lado de la puerta de mi cocina hay una jardinera en cuyo brocal acostumbro sentarme a tomar mi primera taza de café, contemplar extasiado parte del jardín, explorar la floresta de mi espíritu y trabajar mentalmente los textos que trato de escribir cada vez con mejor empeño.

De pronto, algo se estremece en la fronda del árbol que ha crecido en el extremo del jardín cerca de la calle y se remueven sus ramas. Pienso, pero enseguida me percato de que no es el aire porque  podría ser un pájaro que allí busca guarecerse agitando y girando nerviosamente sobre sí mismo su cuerpo alado. Y lo que pudo ser un asunto trivial cesa porque no hay ningún pájaro, sólo pudo ser el ala del viento y al cesar ya nada se remueve en el árbol que sin embargo, permanece inmóvil del lado acá de la reja que protege la casa de las acechanzas de la calle, y del seto de jazmín que oculta la casa de las miradas de la calle y embriaga a todos cuando florece y esparce el dulce olor de su fragancia. (¡…avisad a los jazmines con su blancura pequeña!, recuerdo que pedía Federico García Lorca mientras veía fallecer a Ignacio Sánchez Mejías, el torero).

¿Qué es lo mas difícil?, se preguntaba Goethe. Y él mismo se respondía: «¡Aquello que parece ser lo mas fácil: ver con los ojos lo que ante los ojos se encuentra!».

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