Retrato de Federico Engels en 1877 por William Hall | Wikimedia
Después de mucho tiempo, vine a topar con Juan Nuño en Bogotá, hace ya meses. Desde entonces lo frecuento.
Juan nació en Madrid, en 1927, y murió en Caracas en 1995. El tiempo transcurrido, sumado al exilio y a mis años, han hecho que, leyéndolo, me haya parecido que, sin él, sin su escritura—que resuena en mi cabeza con el inimitable dejo de su habla, entremezcla exacta de acentos de las dos orillas—no habría terminado de hacerme una idea de la mala fortuna que han tenido mi país y sus gentes. Algo de esa frecuentación de Nuño es el asunto de esta columna.
Escribo ahora mismo en la sala de lectura Gómez Campuzano, en el caserón de la calle 80 que visito un par de veces a la semana desde que llegué a la Nueva Granada. Si no tienes plata, te mueves mayormente a pie dentro de las ciudades que te tocan. La manera más decorosa de hacerlo es como paseante despreocupado y sin prisa. Me he trazado así, con el tiempo, varias rutas placenteras y sosegantes, desde la biblioteca hacia el norte, donde vivo.
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