
Miremos hoy un poco la Historia Universal, para ver con cierta claridad las rutinas del presente nuestro. Pasemos revista, entonces, a las adivinaciones recogidas por Jean Baptiste Thiers en su clásico Tratado de las supersticiones, para que después nos preguntemos por la causa que las ha convertido en parte de la rutina de los hombres a través del tiempo. O de sus necesidades. Encontraremos explicaciones que nos incumben, pavores que nos unen.
El curioso Thiers se detiene, en primer lugar, en las exploraciones consideradas especialmente peligrosas o pecaminosas por las iglesias establecidas, como la nigromancia o la esciomancia, que apelan a los muertos a quienes resucitan para que informen a las agobiadas personas que los llaman. Después habla de la geomancia, la hidromancia y la aeromancia, cuyo objeto es, respectivamente, la solicitud de respuestas a las señales de la tierra, del agua y el aire. Los signos del fuego se procuran a través de la piromancia, los de las manos mediante la quiromancia y los de las arrugas de la frente gracias a la metoscopia. También el sudor de las uñas puede ofrecer respuestas de importancia, si se utiliza la onicomancia. Se llega a búsquedas que pueden parecer estrambóticas, agrega el autor, debido a que no han faltado los desesperados que analizan la cabeza de los asnos con el auxilio de la cefalaiomancia.
El repertorio continúa, pero lo visto es suficiente para considerar que ha existido, desde el principio de los tiempos, una permanente preocupación por saber sobre hechos que no han sucedido. En ocasiones las consultas buscan la solución de misterios del pasado, pero la abrumadora mayoría de las exploraciones se refieren a lo que ocurrirá en el porvenir. Como no hay manera de asegurar la marcha de las cosas, como solo existe seguridad sobre lo que se vive en un momento determinado, en unas horas que pasarán con rapidez sin que se hayan cumplido las necesidades de quienes experimentan la perplejidad de los asuntos pendientes, los hombres se aferran a métodos que, según esperan, permitan el control del miedo provocado por motivos sobre cuyo rumbo no tienen decisiones certeras. Limitados en el manejo de alternativas confiables, confinados en la precariedad de sus flaquezas, los hombres se echan en el regazo de las únicas fuerzas que los pueden sacar del atolladero: las potencias sobrenaturales y las fantasías desbocadas.
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