
Con mis amigos de la literatura y con molestia en mi voz comenté que siempre abrigué la sospecha de que los profesores del liceo odiaban o me hacían detestar la literatura porque me obligaban a leer la Ilíada y la Odisea siendo adolescente cuando se trata de lecturas más favorables a una edad madura. En «En torno al lenguaje», Rafael Cadenas llama «transmisores mecánicos de nociones recogidas en universidades o pedagógicos» a los maestros y profesores que no tienen un gusto genuino por la literatura; los que siguen obedientes un absurdo y desajustado programa diseñado por el Ministerio de Educación, irreal, lo llama Cadenas, que en lugar de ir desde la hora actual hasta emparejarse con Homero persisten en comenzar la enseñanza con el aedo ciego que recorría el mundo antiguo. De hecho, a mis 92 años, estoy leyendo la Ilíada y encuentro perfectamente deliciosa su lectura. Mis amigos dijeron que hoy para los jóvenes el equivalente de la Ilíada es Cien años de soledad. No la leen porque sencillamente no la entienden. Conocí a un muchacho de liceo que seguía al pie de la letra la obligatoria tarea impuesta por su profesora de reducir a cinco o seis líneas cada «capítulo» de la famosa obra de García Márquez. Ya Google (que los maestros llaman «el rincón del vago») la lleva reducida a un «resumen corto de cultura general», pero a la profesora le gustaba abreviarla aún más. ¿Qué educación es esa? ¿Qué profesora tenemos allí? Razón tiene Gustavo Coronel cuando dice que los venezolanos no somos ciudadanos sino habitantes camino de ser simples usuarios con cédula de identidad vigente y laminada expedida desde La Habana.
En París, hace muchos años, conocí a un venezolano dominado por el alcohol que era capaz de reducir su poderosa y venenosa perversidad enviando anónimas cartas a Salcedo Bastardo, embajador en el Reino Unido, solo por el placer de colocar una coma después de su primer apellido. Lograr que la maldad ocupe el minúsculo espacio de un simple y común signo ortográfico resultaba más que asombroso, era evidente que este maligno compatriota a su corta edad había avanzado suficientemente en la putrefacción del alma para reducir la maldad a un insignificante valor ortográfico; otros esperan ocupar por las buenas o por las malas la silla presidencial o la portería del ministerio para convertirse en nuestros peores enemigos. Pero estoy seguro de que también a estos últimos les cuesta leer las obras de García Márquez y deben lamentar profundamente que ya no circule la Gaceta Hípica como única y beneficiosa lectura.
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