
Volví a Venezuela después de seis años que se me han hecho muy largos. Vine consciente e interesado por entender mejor lo que está sucediendo y las grandes brechas de percepción que se han ido abriendo entre los de adentro y los de afuera, todos venezolanos. Tengo muy presente que hace seis años también recibí una de esas lecciones que no se olvidan sobre las diferencias entre los hechos (cada vez más esquivos y de contornos más tenues) y las percepciones (cada vez más sentenciosas y definitivas).
Todo surgió a raíz de un texto que Douglas Barrios y yo escribimos a finales de 2016, donde pretendíamos dilucidar cuánto tiempo nos llevaría recuperar el nivel de actividad económica que había tenido Venezuela en su pico más reciente (2013). Luego de tres años de recesión, nuestra intención era cuantificar el daño a través de una estimación relativamente simple del número de años que tomaría recuperar ese nivel, de acuerdo con la distribución de probabilidades derivadas de la experiencia internacional y los resultados observados en colapsos económicos anteriores.
El ejercicio no tenía un resultado inequívoco –era cuestión de elegir entre escenarios de crecimiento más o menos probables–, pero no tenía sentido cerrar sin atreverse a sugerir una cifra concreta. Tras considerar las posibilidades e introducir los disclaimers del caso, concluimos que lo mejor que nos podía pasar si empezábamos a hacer las cosas bien de inmediato –un supuesto que no se ha cumplido desde entonces y no parece tener perspectiva de validez en el horizonte de los próximos años– era recuperar en una década el nivel de actividad económica perdido.
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