
El título de humorista es la más alta distinción que me ha otorgado la patria, me es imposible degradarlo
Cuando era presidente de la república, Rómulo Betancourt enfrentó una complicada situación política en los inicios de la democracia: golpes de derecha, de izquierda, de centro y de lado. Frente a todos los intentos de desplazarlo del poder, él respondió diciendo: «ni renuncio ni me renuncian».
Yo, en medio de la pandemia de «primaritis» que nos sacude y en la que he visto por ahí figurar también mi nombre (prueba de lo bajo que está cayendo nuestro debate político), emulando a Betancourt respondo: ni me lanzo ni me lanzan. Aclaratoria que hago porque, con esto de la desinformación propia de los tiempos actuales, alguien podría creer que, incluso yo, tengo aspiraciones. Y yo les aseguro que ni he aspirado, ni tengo deseos de aspirar.
En mi opinión, una de las personas más lúcidas del país en toda su historia fue Diógenes Escalante, que ante la posibilidad de ser presidente de Venezuela tomó el sensato camino de la locura. Muchas veces pienso que el señor Escalante, cuando se topó con el país real, luego de haber sido embajador en los Estados Unidos y haber contemplado de cerca el funcionamiento de los países democráticos en los que le tocó servir de diplomático, fingió demencia para librarse de la tragedia de gobernar su patria, ese «cuero seco», a decir de Guzmán Blanco, que se pisaba por un lado y se levantaba por otro. Yo imagino la impresión del embajador cuando, a su arribo al país, comenzaron y llegarle gallinas y cochinos de regalo al hotel Ávila, pretendiendo futuros favores. Qué haría con tantos animales.
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