
He tenido que esperar que el tiempo caminara junto a mí como si fuese mi propia sombra y transcurriera como el agua cuando asume la forma de lo que va encontrando a su paso para darme cuenta, a los noventa y tantos años, casi al final de mis tropezados pasos por el país venezolano, adorable a pesar suyo pero hundido en la hora actual bolivariana en un pantano de perverso populismo, que debo entender, aceptar y respetar no solo al país que me vio nacer sino a la vida que navega en mi sangre.
Entendí, tardíamente, que si pretendo ser alguien dado a la cultura debo mirar con despejada atención no solo a los seres humanos, amigos o enemigos, sino a la naturaleza que me rodea y me hace vivir. Entender que las raíces del árbol buscan el prodigio de una vida similar a la que buscan las raíces de los afectos que recibo, prodigo y se expresan en la aventura del conocimiento mientras el tronco del árbol de mi vida se eleva, crece y busca rozar las nubes que pasan impulsadas por vientos tan inasibles como mi espíritu.
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