
La enorme migración venezolana -la más grande del mundo occidental- es uno de los más hondos desgarros producidos por la acción sistemática de destrucción, en todos los órdenes, del régimen que domina a su antojo en Venezuela. Pero también esos millones de venezolanos en el exterior (7,5, el 22% de la población) son una reserva de talento que se abre paso en medio mundo: 90 países y contando. El Observatorio Venezolano de la Diáspora y la Red Global de la Diáspora proponen cambiar la mirada sobre este fenómeno y potenciar su aporte a la reconstrucción de Venezuela.
Entre quien habla a continuación y quien escribe -uno en Madrid, otro en Galicia– hay una historia casi calcada que se desenvolvió por su cuenta mucho antes de compartir vecindad en Cumbres de Curumo -sureste de Caracas- en la década del 90 del siglo pasado, mientras nuestros hijos aprendían y crecían juntos en el Colegio Simón Bolívar de la prodigiosa Elizabeth Connell. Nuestras familias emigraron casi al mismo tiempo desde una pequeña ciudad de la isla de Tenerife y desde una aldea marinera y labriega de la costa gallega a Caracas y 60 o más años más tarde aquellos críos, nosotros, ahora padres y abuelos, retornaron porque quizá no había otra al terruño donde nacieron. Seremos venezolanos para siempre -ni se lo pregunto, lo afirmo por similitud- en el habla, las arepas del desayuno, el paisaje urbano de esquinas y jergas, los afectos y los muertos que enterramos.
La carga puede ser similar a la que viajó en la maleta iniciática, acompañada también del temor, la incertidumbre y el deseo de echar para adelante. Es lo que hacen las diásporas, incluso estas de ida y vuelta. De volver a empezar.
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