Opinión | La luz de Navidad, por Rafael Tomás Caldera

“Cada Navidad es una nueva llamada, una nueva oportunidad para redescubrir el amor que viene de Dios, amor en cada uno, en la familia, en la sociedad. Es ello lo que nos permite acoger en el corazón aquel consejo de San Pablo, tan experimentado en el sufrimiento: ‘no te dejes vencer por el mal sino vence al mal con el bien’ (Rom 12, 21)”.

En el umbral de la Navidad, las vitrinas de las grandes tiendas han aparecido llenas de adornos estacionales: luces, colores -el plateado, el verde intenso y el rojo predominan-, todo para anunciar y promover las ventas. Cuando se piensa, resulta extraño que, en pleno trópico, haya de asumirse ese aire ficticio de país nórdico donde la Navidad se ve acompañada de nieve. Pero en el imaginario social educado por Hollywood, Santa Claus, su trineo, sus renos y el Polo Norte no pueden estar ausentes de la decoración. Abunda, eso sí, las luces, tal vez el símbolo propio de la realidad conmemorada.

Más razonable resulta aquello de Edith Stein cuando, al evocar esos primeros pensamientos de Navidad que le vienen con los días más cortos y acaso los primeros copos de nieve, escribe: “De la sola palabra brota un encanto, ante el cual apenas un corazón puede resistirse. Incluso los fieles de otras confesiones y los no creyentes, para los cuales la vieja historia del Niño de Belén no significa nada, se preparan para esta fiesta pensando cómo pueden encender aquí o allá un rayo de alegría”1.

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