Opinión | Don Eduardo Zalamea, por Rodolfo Izaguirre

La palabra está allí tal como ella es o pretende ser, fiel y ajustada a sí misma; palabra de Dios, palabra santa, grave, honesta, mágica; palabra cargada de odio e injuria que cuando busca acercarse a otra lo hace a veces con la aviesa intención de provocar catástrofes y dolorosos abismos de alma. Una chica alegre, pongamos por caso, deja de serlo cuando alguna murmuradora de la vecindad le antepone la palabra «vida» y en el acto la convierte en la prostituta que desde antiguo lleva vida alegre y no la amarga tristeza de un destino aciago y en derrota. Era lo que ocurría con las muchachas de ascendencia italiana, alegres y joviales que vivían en diagonal con la casa de mi niñez, recibían amigos y celebraban fiestas y cumpleaños, bailes y risas y toda la cuadra afirmaba que eran chicas de vida alegre en lugar de saludable juventud porque la palabra, reafirmada en el gesto despectivo de las manos que al escucharse decir vida alegre se mueven como si dispersaran la impureza del aire ya prostituido, cambiaba su sentido y se obligaba a ocupar un nuevo espacio, girar sobre sí misma y topar en su nuevo recorrido con la palabra «vida» que también viste un nuevo acento o propósito, anda en lo mismo y en lugar de liberar algún daño el encuentro entre ambas comienza a exhalar un olor de providencial perversidad. ¡Y la vidade las alegres italianas termina convertida en desdicha!

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