
Existe la tendencia a llenarnos de palabras ostentosas, inútiles y alteradas y al decirlas caemos en el barranco de una vanidosa retórica que da al traste con el propósito de querer expresarnos con claridad. Es frecuente en los políticos de oficio, en algunos escritores de voluptuoso ego, en torpes poetas declamadores que se dejan arrastrar al abismo de una resonancia fatal. Es una retórica que se apodera del espacio y se ahoga en vacías disertaciones, se achica, se empobrece y se aburre. El exceso convierte a la palabra en palabrería, pero sucede también que quien lee lo hace mal, de corrido y sin respirar ignorando los signos de ortografía, las comas, los puntos suspensivos y el punto y aparte convirtiendo el texto, que presumimos brillante y acertado, en ruido molesto, en agravio. Entonces, la perfecta hoja de papel que también las contiene se ve inundada por la estéril vacuidad de un mensaje que pretende decirlo todo cuando en verdad apenas logra expresar lo innecesario.
La palabra es el material de que se vale el poeta para expresarse. Lo sabe Menena Cottin (Caracas, 1950) porque es escritora, hacedora de libros imposibles y diagramadora de una realidad que hace trizas cualquier otra realidad que intente frenar o desvirtuar la que una rana roja llena las paredes de las salas de exposición de muchos países con una imaginación que no parece ser de este mundo. (Carmen Elena Rodríguez Sanabria, que así se llama Menena, atesora ideas y conoce a la rana porque es su amiga y heredera). Tiene miedo al vacío porque está llena de afectos, de familia, de ideas, amigos y paisajes; de música y de vida. Descubrió, por su propia cuenta, que la palabra tiene cuerpo sensible y alma, música y color; además, es mujer infatigable y parece una chica que estuviera saliendo de la adolescencia. Con Manoleón, su atractivo, entusiasta y académico esposo, vive una vida que sobrepasa las más riesgosas aventuras.
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