
Conocí al doctor Oscar Noya hace unos 10 años, cuando llevé a mi hija Irene al Laboratorio de Malaria que él dirige, adscrito al Instituto de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela. Irene había contraído el paludismo cuando trabajaba como voluntaria en Mozambique. Médicos amigos que lo conocían me aseguraron que no había nadie mejor que él en el país para tratarla, y como mi papá había sido durante buena parte de su carrera investigador en el Instituto de Medicina Tropical, no dudé ni un segundo. Cuando busqué en Google su hoja de vida, me quedé impresionada de todo lo que había estudiado, de todos los premios y honores que le han sido otorgados, siendo el Lorenzo Mendoza Fleury el último, en junio de este mismo año.
A las siete de la mañana de un lunes (Irene había llegado a Venezuela el domingo por la noche) llegamos al Instituto, dispuestas a permanecer allí el tiempo que fuera necesario. No tuvimos que esperarlo: él ya había llegado. Su serenidad me calmó. Yo estaba muy preocupada porque el plasmodio que hay en Mozambique, el falciparum, es uno de los más peligrosos de los que transmiten la enfermedad, porque siempre está activo. La examinó acuciosamente, leyó los reportes que traía de África y me aseguró que la enfermedad había sido atajada a tiempo y de manera adecuada.
Con el doctor Oscar Noya, en esta oportunidad -cuando también lo entrevisté para el canal EVTV de Miami- conversé sobre el repunte de muchas enfermedades tropicales ya erradicadas, como es el caso, justamente, de la malaria. Venezuela fue el primer país en América del Sur en erradicarla. Y hoy, en el siglo XXI, es el país con mayor cantidad de casos en el continente. Le pregunto a qué se debe este retroceso tan desolador.
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