
Uno de los rasgos predominantes en la opinión pública es el ataque frontal de todo lo que huela a izquierda, debido a que se la considera como causante de los males de la nación. Incubados desde hace tiempo, quizá desde el octubrismo adeco y aclimatados en el calor de los núcleos intelectuales y en las aulas universitarias, esos males llegaron a su peor expresión con el ascenso del chavismo para convertir a Venezuela en la pocilga que es en la actualidad. Tal es el parecer dominante, provocado por la hegemonía de un régimen que se ha proclamado como máxima encarnación de la revolución de origen marxista, o como criatura de raíces homologables. El parecer de amplios sectores de oposición, especialmente de los pocos formados en las lides políticas y de los que han crecido bajo la hegemonía “bolivariana”, se aferra a esa cerrazón, o a esa miopía sobre la cual conviene detenerse debido a que impide un desenlace adecuado de los entuertos venezolanos.
He tratado el tema en anterior ocasión, pero sucesos como el dolor causado por la derrota de Jair Bolsonaro en Brasil, que todavía provoca manantiales de sentimientos pesimistas, casi de íntimo duelo, invita a verlo de nuevo. No se está ante un asunto trivial cuando se observa la congoja que ha provocado en inmensas capas de opinadores, especialmente de quienes manifiestan sus puntos de vista en las redes sociales, la derrota de un sujeto que representa cualquier cosa menos la democracia, cualquier cliché en lugar de mensajes edificantes, cualquier zafiedad en lugar de ideas medianamente formadas y susceptibles de respeto. Es cierto que tienen a su favor el hecho de que Lula da Silva, el político que lo derrotó, no es la encarnación de la honradez ni de nada que se parezca a pulcritud republicana, pero de allí a arrojarse en el regazo de un chafarote disfrazado de magistrado, en el seno de un converso que se bautiza en el Jordán para júbilo de una grey evangélica de pocas luces, hay mucho trecho.
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