
Manuel D’Hers Del Pozo
Antes de que yo tomara la decisión de emigrar, ya se habían ido varios millones de venezolanos del país. Mi universo de familiares y amigos se reducía a pasos intimidantes. Mi hermana fue la primera de mi núcleo que en 2015 decidió marcharse, dejando atrás un hogar que parecía incompleto, nostálgico y desesperado por compensar con un chat grupal de WhatsApp la falta que había creado su migración hacia Buenos Aires. Su partida trajo grandes transformaciones en nuestra dinámica familiar. Durante sus primeros años fuera, mi hermana demandaba ocasionalmente un apoyo telefónico para recargar fortalezas y motivación frente a su nueva vida en otras fronteras. Fueron años marcados por la tristeza de estar lejos de casa, de añorar sabores típicos y gastronomía local, del resguardo y cariño de la familia, del entusiasmo y vivencias con amigos entrañables, del disfrutar los paisajes caraqueños. Pero quienes permanecíamos en el país, constantemente le intentábamos explicar que, a pesar de estar en Caracas, echábamos en falta esas mismas cosas que ella, aún sin haber emigrado.
¿Cómo es posible extrañar Venezuela, viviendo en Venezuela? Sin tener muy claro lo que en aquel momento experimentaba, solo podía decirle a mi hermana que la ciudad y el país que alguna vez compartimos y vivimos, inevitablemente se había transformado.
Esta experiencia personal resultó vital para mí y dio lugar a mi investigación desde la disciplina antropológica sobre el fenómeno migratorio venezolano. La mirada con la que llevé a cabo la investigación fue un tanto distinta a la tradicional: mi intención fue observar los procesos migratorios entre 2018 y 2020 pero desde el punto de vista de aquellas personas que han permanecido en el país.
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