
Por Danielle Carr
Carr es profesora adjunta en el Instituto para la Sociedad y la Genética de la Universidad de California en Los Ángeles.
¿Y si la cura para nuestra actual crisis de salud mental no fuese más asistencia médica?
Los costos de la pandemia de COVID-19 para la salud mental han sido objeto de análisis amplios en Estados Unidos, la mayoría centrados en el aumento abrupto de la demanda de servicios médicos para la salud mental que está copando las capacidades sanitarias del país. La consiguiente dificultad para acceder a dichos servicios es uno de los motivos que se suelen citar para justificar diversas propuestas a modo de solución, como impulsar el negocio de la sanidad digital, las empresas de teleterapia emergentes y un nuevo plan de salud mental que el gobierno de Joe Biden dio a conocer a principios de este año.
Pero ¿de verdad tenemos una crisis de salud mental? Una crisis que afecta a la salud mental no es lo mismo que una crisis de salud mental. Es indudable que hay abundantes síntomas de una crisis, pero si queremos dar con soluciones eficaces, primero hemos de preguntar: ¿una crisis de qué?
Algunos científicos sociales emplean una palabra, “reificación”, para referirse al proceso mediante el cual los efectos de una determinada organización política del poder y de los recursos empiezan a parecer realidades objetivas e inevitables del mundo. La reificación cambia un problema político por otro científico o técnico. Así es, por ejemplo, como los efectos de los oligopolios tecnológicos no regulados se convierten en “adicción a las redes sociales” y la catástrofe climática causada por la codicia empresarial, en una “ola de calor”; y también, por cierto, como el efecto de las luchas entre trabajadores y empresas se convierte, unido a los precios de la energía, en “inflación”. No nos faltan ejemplos.
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