
Se dice en broma pero no deja de ser una verdad de grueso calibre que el héroe militar solo emerge de la guerra. Vivo provoca menos admiración que muerto en combate y mutilado causa veneración entre los patriotas. Estas afirmaciones carecen de sentido entre nosotros los venezolanos porque la última vez que nuestros militares escucharon el fragor de una batalla fue en julio de 1903, la famosa batalla de Ciudad Bolívar contra Nicolás Rolando, una victoria que glorificó al tachirense de bigotes de bagre y férreas manos enguantadas. Desde entonces, sin conocer la guerra nuestros soldados solo toman por asalto los canales de televisión, y con perfecta impunidad el edificio del diario El Nacional. Pasé frente a El Universal y vi cerrada su espléndida fortaleza arquitectónica y son muchas las emisoras de radio que han sucumbido a los avances castrenses de la Venezuela bolivariana. Algunas universidades debilitadas no se han derrumbado todavía pero dan lástima, nos empobrecemos cada vez más, y el dominio de la cultura y la presencia de los museos cayeron en un despeñadero y en las zonas marginales las gentes sobreviven, se alimentan con miserables bolsas de comida y parecen locos de autopistas.
Con la guerra ausente, el militar asciende de grado y se cubre de condecoraciones y hay quien se adorna con tres soles que no alcanzan a rozar siquiera al sol negro de la melancolía con el que se identificó Gerard de Nerval, porque a lo largo de mis noventa años de dura existencia jamás he visto a un militar venezolano enfrentarse en feroz batalla con algún perverso enemigo, el imperialismo yanqui por ejemplo. Todo el valor se disuelve en palabrotas o bravuconadas, se contenta con tenernos en la mira.
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