
Viví un par de años en París, en la rue de Cheroy, en el 17 arrondissement, cerca del bulevar de Batignoles, en el pequeño hotel Pôle du Nord que en los meses de invierno hacía honor a su nombre porque su propietaria resultó ser un tanto pichirrósky con la calefacción y estaba rigurosamente prohibido preparar en las habitaciones ningún tipo de comida caliente. Sin embargo siempre se mantuvo afectuosa conmigo porque cuando la conocí le di a guardar todo el dinero que cargaba para resolver adecuadamente mis primeros tres meses de estadía en una ciudad que desconocía hasta esperar que abrieran los bancos para depositarlo.
Ella quiso extenderme un recibo y yo lanzándome al abismo, poniendo mi dinero en manos desconocidas, me negué a aceptarlo. «!Con usted ese dinero está en muy buenas manos!», le dije en mi torpe francés. La llenó de orgullo y satisfacción saberse digna de mi confianza y en efecto, cuando dos días más tarde le pedí el dinero lo devolvió con orgullosa sonrisa y a partir de ese momento Madame Souquière me trató como un hijo: «Monsieur Izaguirré, hoy no se ve usted bien, le voy a preparar un grog».
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