
«¡Callaos, mierda!» fue lo que dijo el profesor de Filosofía para sí mismo mientras revisaba sus apuntes fastidiado por la algarabía que los alumnos mantenían en el aula. Era en mi opinión uno de los mejores profesores; es más, era un verdadero maestro. Cuando varios de nosotros le pedimos que en lugar de los griegos invirtiera el curso y comenzara por el existencialismo de Jean Paul Sartre, que diera marcha atrás porque queríamos saber de qué se trataba y contestó que le gustaría hacerlo, pero estaba obligado a seguir las normas y el programa de clases diseñado por el Ministerio de Educación. Entonces compramos una botella de ron envuelta en una bolsa de papel para disimular y le tocamos esa noche la puerta de su casa. Nos abrió y al vernos armados con aquella botella dijo: «¡Chicos, me comprometeis, pero pasad, pasad!» y entre tragos nos contó su vida antifranquista y qué era lo que proponía el existencialismo. La reunión estuvo tan emotiva que me vi obligado a salir a comprar hielo y otra botella porque nos contó las peripecias que tuvo que enfrentar para llegar finalmente a Caracas y encontrar la oportunidad de dar clases, sobrevivir y conocernos. Era la primera vez que me hacía amigo de un profesor de liceo y lo consideré como un maestro, aunque uno de nuestros compañeros de aula, conocedor de filosofía, consideraba que se trataba de un farsante y nuestro apreciado maestro se quejaba con nosotros: ¡»Este chico me jode, en las tareas me pone citas en alemán!»
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