
Nebreda, el célebre bailarín y coreógrafo venezolano (1930-2002) reconocido en cinco continentes, estuvo largos años ausente del teatro al que ofreció su inagotable energía creadora, cuando el chavismo le cerró las puertas y en lugar del arte de la danza y del espectáculo teatral en sus espacios abiertos bajo las monumentales presencias de Jesús Soto y junto a la soberbia escalera mecánica que conduce a la majestuosa sala mayor del Teatro, Hugo Chávez instaló el aberrante populismo de un vulgar y estrepitoso folklore a lo Guaicaipuro y lo Tamanaco, cuando por allí sólo acostumbraban pasar Hamlet, Verdi, Giselle, Madama Butterfly, la joven geisha que espera infructuosamente y durante varios años a Benjamín Franklin Pinkerton el subteniente de la marina americana, a Maurice Béjart y escuchamos la irreverente voz de Nina Hagen y los dulces valses de Teresita Carreño.
Nebreda ha vuelto al Teresa y yo también he vuelto y puedo decir que la sombra que durante años envileció y sepultó en la indignidad a uno de los teatros más portentoso del continente, ya no está más y el teatro ha recuperado el aire limpio y noble que siempre tuvo. Ha vuelto a ser y siente uno que también hemos renacido porque mientras estuvo maltratado por una decrepitud malsana, la frase que recorrió todas las conciencias no fue otra que la de «Cuando el teatro era de uno, íbamos todos; ahora que es de todos, uno no va»
Muchos jóvenes armaron su vida profesional en el Teresa cuando Elías Pérez Borjas (Caracas,1932-1993) les dio la mano (¡Edwin Erminy fue uno de ellos junto a mi hijo Rházil quien me pidió no lo nombrara, Stephan Gosewinkel, Luisa Fermín, Luis Parada, Jesús Peñalver, mi abogado, entre otros) para que dieran vida al teatro. Hizo que Arturo González cuidara, no solo objetos pertenecientes a Teresa sino el piano que mandó a hacer especialmente para ella Antonio Guzmán Blanco.
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