
Para Valentina
Lo peor que pudo haberme ocurrido es haber perdido mi niñez sin remedio alguno: digo niñez perdida pero también podía haber dicho niñez extraviada, dejada de lado. La verdad es que no la he perdido, la he conservado oculta las veces que me he visto en la obligación de mostrarme adulto en sociedad, las veces en que me he visto al borde del abismo de aceptar y hacer míos los conceptos y afirmaciones adultas (¡muchas veces políticas!), que en lugar de construirme me confunden y desorientan. El mayor esfuerzo que he mantenido a lo largo de mis años no ha sido otro que proteger al amigo invisible que me acompañó a todas partes cuando mis pasos eran cortos y me empeñaba en descubrir al mundo a cada instante: Jugar, reír, cantar destempladamente, tener las rodillas rotas, conocer el mar, correr bajo la lluvia, aprender a vivir…
El amigo invisible de mi hija Valentina era un Tigre Azul que cambiaba de tamaño de acuerdo con las exigencias de su dueña, pero no la desamparaba en ningún momento y tampoco obedecía las imperiosas órdenes de los adultos. Cuando el avión que nos llevaba a Costa Rica en alegres vacaciones hizo escala en Cartagena, Valentina desde su asiento vio por la ventanilla al Tigre Azul correr por el área del aeropuerto cercana al avión, entrar en un hangar y no aparecer nunca más. ¡Allí quedó! Desapareció, pero a veces aparece, saluda a Valentina y vuelve a desaparecer. ¡Indudablemente es muy independiente! Es de desear que merodee en los lugares de su preferencia y se regocije con la calurosa presencia colonial si ha elegido hacer su vida en la formidable Cartagena amurallada.
Sin el Tigre Azul, pero conmigo, Valentina subió al cráter del Poás en Costa Rica, cenábamos langosta de diferentes recetas, nos burlamos del extravagante peinado que exhibía la señora en el comedor del hotel y entramos, irreverentes, no por la puerta de la casa del bailarín amigo de Belén Lobo sino por la ventana que se abría a un jardín de primavera. Sin darnos cuenta nos convertimos en nuestros respectivos amigos invisibles; el Tigre Azul tomó un rumbo colombiano, pero Valentina continuó protegiendo su memoria al mismo tiempo que protegía y cultivaba, hasta el sol de hoy, la frescura de una envidiable existencia junto a Juan Delcan, su inteligente y amoroso marido, poeta de la imagen.
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