
Los autores dicen que un libro es símbolo de conocimiento y sabiduría. También dicen que asociar al libro con el conocimiento y la sabiduría es caer en un manoseado lugar común, pero hay quienes sostienen que en un nivel mas alto el libro es símbolo del universo; que el universo es un libro inmenso y se habla del «Libro de la vida» para identificar al «Árbol de la vida» cuyas hojas, afirman los simbolistas, son las letras de un libro que representan no solo la totalidad de lo creado sino la totalidad de los preceptos o enseñanzas de Dios.
Existió en el Antiguo Egipto el Libro de la Muerte, una colección de frases que se colocaban junto al difunto para que les sirvieran de acertadas respuestas durante el juicio a que sería sometido al llegar al final de su viaje hacia el sol. Hoy creemos ser más certeros y acariciamos los libros como si fuesen los cuerpos desnudos de los seres que amamos.
Para muchos lectores el libro también puede arrastrar consigo la imperecedera forma del sagrado recipiente que nos aleja de nuestros errores o equivocaciones o del agua corriente que se adapta a los obstáculos que va encontrando a su paso y me siento colmado y satisfecho, conmovido, cuando simbolistas como Jean Chevalier y Alain Gheerbrant explican que si el libro está cerrado es porque la materia se encuentra en estado virgen, pero si se abre es porque la materia ha sido fertilizada, de allí que Gustav Flaubert exclamara: «¡Qué sabios seríamos si leyésemos bien cinco o seis libros!». Chevalier y Gheerbrant van más allá y llegan a comparar al libro con el corazón humano: abierto, brotan de él pensamientos, historias, ardores, sentimientos y desengaños; pero cerrado, no permite que los encontremos permanecerán sepultados en las cavernas de lo que ignoramos.
Lee más en El Nacional