
Los otrora hermanos de la espuma, de las garzas, las rosas y el sol, ahora somos parientes de la sospecha, la mentira, la duda instalada y el cinismo. La ligereza con la que veíamos la vida ha dado paso al recelo: sospechamos de todo y de todos. Ya nadie es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad: es culpable hasta que se demuestre su inocencia y cuando se demuestra, probablemente ya ha sido destrozado irremediablemente.
El chavismo ha sido el principal responsable de que esto suceda, y estoy segura de que nadie tiene dudas sobre ello. Pero la oposición también tiene su cuota de responsabilidad. La incapacidad de haber formado una plataforma unitaria sólida, donde el país sea la prioridad y no las apetencias personales o las agendas particulares, ha contribuido a la desesperanza aprendida de nuestra sociedad, aquella que tan bien describió Teodoro Petkoff.
Las acusaciones entre quienes deberían ser aliados son peores que las que se le hacen al chavismo. Dicen que los odios entre los hermanos son los peores y ahí están Caín y Abel que muy temprano en la Historia abrieron ese amargo capítulo. Pero sigo hablando del presente que tan mal pinta: los que fueron compañeros de lucha, que pasaron tantas situaciones terribles juntos, hoy actúan como si fueran -y no tengo duda que lo son- los peores enemigos. Se dicen de todo menos bonitos. Las denuncias son terribles, pero curiosamente no presentan pruebas. Se insultan, se incriminan, siembras dudas, desconfianza y después se quejan de que no les creemos… ¿y cómo les vamos a creer? La confianza se gana a pulso. Y se pierde muy rápido. Tal vez sea injusto, pero es la realidad.
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