
Por Francisco Suniaga en La Gran Aldea
En Berlín a veces uno tiene la impresión de que el invierno es infinito. Pasa marzo, llega abril y cuando ya uno comienza a creer que de verdad va a hacerse eterno, de un día para otro, aparece la primavera. Llega con el sol, sus flores y árboles reverdecidos. Los parques vuelven a colmarse de niños y sus voces y gritos le dan contenido y alegría humana a la ciudad. Las calles yermas por las que caminábamos pocos días atrás, se han llenado de gente, muy diversa, hombres y mujeres de todos los colores. Venida de todas partes, “Berlineses nacidos aquí hay pocos, la mayoría venimos de otras ciudades alemanas y muchos de otros países, todos somos extranjeros y estamos cómodos aquí”, me comenta Lars Jongeblod, un joven escritor que trabaja vinculado a una organización municipal para promover la literatura en lengua no alemana.
Hace unos domingos se llevó a cabo en Schöneberg, un barrio cercano al nuestro, la primera de las muchas ferias primaverales, en torno a un producto típico de la estación: el espárrago. Nada especial en cuanto a este tipo de eventos si se mira desde la perspectiva más básica. No es otra cosa que el mercado primitivo y atávico donde se intercambian alimentos, comidas y bienes desde hace siglos. En tiempos modernos, con la ayuda de la convención cómoda que es el dinero, pues es más ágil, variado en ofertas y festivo.
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