
Al lado de la ventana circular de la cocina, Yurismar Itriago se come las uñas mientras observa la lluvia. Su madre saca el casabe del horno para alimentar a su esposo y a sus diez hijos. Está nerviosa. Sabe que no comerán otra cosa en todo el día. Solo les queda el agua del pozo que se ha llenado con la lluvia. La radio advierte que el diluvio es parte de una tormenta llamada Bret. Avisan que entró por el Atlántico a noventa kilómetros por hora, y que las zonas de mayor riesgo son las áreas rurales de la costa caribeña, donde viven los Itriago.
Desde que escuchó la noticia, la madre de Yurismar, Rosa Marina, no ha dicho una sola palabra porque su casa, como la de sus vecinos, está en riesgo de derrumbe. No ha querido alarmar a sus hijos, pero les ha ordenado dormir en la sala.
Yuri tiene veinte años y ya tiene dos hijos: Jesús Osvaldo, de cinco, y Keila, de dos. Ha vivido toda su vida en Tacarigua, un pequeño pueblo cercano a Higuerote, en el Estado Miranda. Como sus niños, no sabe nada del mundo. Solo reconoce que para mantenerlos debe trabajar, y que para trabajar no puede estudiar. Por eso, cuando dio a luz al primero, a los quince años, dejó los estudios para dedicarse al negocio familiar.
—Cosíamos zapatos. Lotes de veinte, treinta, cuarenta. Ese fue el don que nos dejó mi madre.
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