Opinión | La luna y el caballo sobre el río, por Rodolfo Izaguirre

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Por Rodolfo Izaguirre en El Nacional

Dejamos el automóvil en el embarcadero y subimos a la chalana que a esa hora del atardecer nos llevaría con sus pasajeros a Soledad, al sur de Anzoátegui cruzando el Orinoco. Aquel fue un día de gloria para el cine venezolano porque a las 11:00 de la mañana, acompañado de Belén Lobo, estuve inaugurando una exitosa muestra de cine en una sala de Ciudad Bolívar y el Orinoco no solo estuvo presente en todo momento sino que Belén y yo ardíamos en deseo de navegarlo. Al hacerlo, en aquella hora que muy pronto se convertiría en deleite crepuscular sentimos que nuestra alegría se confundía con la fuerte brisa que producía la velocidad de la embarcación y fue entonces cuando a la mitad del recorrido apareció la brillante, amarilla y espléndida luna de Ciudad Bolívar, pero junto al sol de aquella tarde sedienta y luminosa y nosotros sobre el río eterno que siempre ha sido como nuestro gran padre veíamos conmovídos el inesperado encuentro del sol y de la luna. Era evidente que el día hacía esfuerzos por sostenerse junto a la noche que comenzaba su correría hacía un nuevo amanecer.

Sin embargo, al llegar a Soledad, mientras veíamos desembarcar a los fatigados pasajeros que trabajan en Ciudad Bolívar pero viven en esa ciudad dormitorio enfrentados a la vieja e histórica Angostura, todavía en el cielo persistía el abrazo del sol y la luna y bajo aquel sublime hechizo decidimos permanecer sentados en nuestro lugar para retornar a Ciudad Bolívar en compañía de dos o tres pasajero, volver a Soledad con nuevos viajeros fatigados aunque ansiosos por llegar a sus casas, y regresar nosotros dos al punto de partida tantas veces como fuese posible porque la luna, el río y el sol se habían apoderado de nuestros espíritus ciudadanos poco habituados a navegar sobre las fuertes corrientes de los ríos. La luna, con la luz que le presta el sol, ya en su cotidiano viaje hacia el este del mundo, se hizo dueña de la noche desplazando parcialmente a la oscuridad; y el río asumió en la penumbra una asombrosa prestancia que nunca imaginamos que fuese mas altiva que la que ofrecía el sol cuando soberbio e invicto se mantenía en el cielo y de pronto vimos al caballo galopando nuestro lado.

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