
Por Rodolfo Izaguirre en El Nacional
Me habría gustado seguir los cursos de literatura europea que dictó Vladimir Nabokov en la Universidad de Cornell en Estados Unidos, en los años cincuenta, recogidos en un volumen años más tarde por Ediciones B de Barcelona.
La literatura, explicaba Nabokov a sus alumnos, no nació el día en que un muchacho llegó corriendo del valle neanderthal gritando «el lobo, el lobo» con un enorme lobo gris pisándole los talones. La literatura nació el día en que un muchacho llegó gritando «el lobo, el lobo» sin que lo persiguiera ningún lobo. Que acabara siendo devorado por un lobo de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente, pero entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura. La magia del arte estaba en el espectro del lobo que el muchacho inventa en sus sueños del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico narrado por las noches alrededor de las hogueras. Pero fue el pequeño mago. Fue el inventor.
Entre lo que se dice o se concibe y lo que queda expresado, plasmado o realizado; dentro de ese término medio señalado por Nabokov, se levantan las encrespadas olas de lo imprevisto. Lo dicho es taxativo, es lo establecido, lo admitido; lo que sucede y se cumple. En cambio, lo imprevisto, lo que no logra verse con anticipación, lo no conjeturable, lo que no imaginamos que va a suceder es alteración, riesgo, accidente, a veces es muerte pero en el arte puede ser una muerte de la que podemos renacer, recuperados y jubilosos, en el instante de la creación artística.
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