
Por Francisco Suniaga en La Gran Aldea
Hay un tren que conecta al nuevo Aeropuerto “Willy Brandt” con el sistema de transporte urbano de Berlín, pero el cansancio, las cuatro maletas y, por qué no decirlo, la edad nos impusieron un taxi. Nada es más temible para un viajero que tomar uno en cualquier terminal aéreo o ferroviario del mundo, porque los taxistas son un género humano aparte y con ellos nunca se sabe. Nos tocó en suerte un iraní con cara y verbo (hablaba inglés muy bien) de profesor universitario, que emigró de su país tras la llegada de los ayatolás. Con su charla amena e inteligente nos llevó hasta el número 1 de la Raumerstrasse, en Prenzelauer Berg, un barrio berlinés con fama de bohemio.
Además de esa muestra de su diversidad, Berlín nos dio la bienvenida con un cielo azul y un sol tan extraño como brillante, aunque la temperatura estaba un par de grados bajo cero. A pesar del frío, había mucha gente en la calle y salimos a buscar una comida caliente y caminar un poco. No era nuestra primera vez, mi esposa y yo ya habíamos visitado esta ciudad en 1999, pero era entonces una Berlín en reconstrucción, con edificios herrumbrosos en su mitad este y la cicatriz del Muro aún reciente. Muy lejana de la urbe jubilosa que es ahora, aunque ya se presentía. Habíamos venido a una feria comercial y acudimos a un evento en el que el alcalde de aquellos años, Eberhard Diepgen, dio un discurso y, palabras más o menos, dijo: “Antes de 1939 había en Europa tres grandes ciudades: Londres, París y Berlín. Después de la guerra, dejamos de pertenecer a ese grupo, pero volveremos a ocupar nuestro lugar”. Veintidós años después, vaya si lo han conseguido.
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