
Laureano Marquez|@laureanomar|Marzo 22, 2022
Cada vez entiendo menos a este extraño animal que somos. Para que estas líneas lleguen a usted, querido lector, han tenido que producirse una larga sucesión de acontecimientos a lo largo de millones de años: al comienzo de todo, antes de la existencia del tiempo y el espacio, una explosión de algo tan extremadamente pequeño, que era del tamaño de un átomo, donde juntos estábamos, sin saberlo, los elefantes, los árboles, las piedras, los dinosaurios, los peces y todos los seres humanos que han sido y serán.
Todos aquellos que hemos admirado, pero también Putin y algunos otros de cuyo nombre no quiero acordarme. La Mona Lisa, la torre Eiffel, la iglesia de Santa Sofía, los misiles que hoy cayeron sobre Ucrania y nosotros, fuimos uno en el remoto principio. Somos pues, hermanos de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol… ¡y del sol! Es tan mágicamente increíble todo, que negar la existencia de Dios resulta, si se mira bien, inconcebible.
Luego del Big Bang, se produjo una expansión del universo que formó galaxias y sistemas solares (como decir que al átomo inicial le agarró la inflación de Venezuela y creció sin límites). Entre todos los sistemas solares, uno, el nuestro, cuyo tercer planeta comenzó a reunir las condiciones para la vida: el agua que dejó el paso de los cometas; la temperatura adecuada para la producción de oxígeno, hasta constituir una atmósfera; el surgimiento de la vida, su diversificación y evolución; hasta llegar a este animal que escribe y al otro que lee, porque aprendió a pensar, a comunicarse, a tener valores éticos, a entender y practicar el amor y la belleza. Como para andar perdiendo el tiempo luego de comprender todo esto, diría Séneca.
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