
Los más de 3.000 sitios de minería y las decenas de pistas clandestinas que los satélites han identificado en la Guayana venezolana sirven a las actividades de bandas delictivas que imponen su ley casi sin oposición del Estado. Sus orígenes, historias e intereses ayudan a comprender la compleja dinámica de la soberanía que ejercen en ese confín selvático del territorio venezolano
Por MARÍA RAMÍREZ CABELLO, JOSEPH POLISZUK y MARÍA ANTONIETA SEGOVIA en El País
El contraste entre la realidad áspera y precaria de las principales urbes venezolanas y la exuberancia natural del territorio al sur del río Orinoco (la Guayana mítica de Walter Raleigh, José Gumilla y Alejandro de Humboldt) es enorme. Pero algo tienen en común: durante los últimos años, el crimen organizado ha tomado el control de zonas cada vez más amplias tanto de unas como del otro; solo que, hasta ahora, la atención pública y la acción de los cuerpos de seguridad han estado más concentradas en las ciudades.
La región selvática de Venezuela ha sido objeto de algunas medidas adoptadas por los gobiernos de la autodenominada Revolución Bolivariana, ya sea con el pretexto de proteger un hábitat natural clave para la nación o de preservar para el Estado la explotación de sus recursos. La minería está prohibida en el Estado de Amazonas desde 1989 por el decreto 269, emitido por el Gobierno que presidía entonces Carlos Andrés Pérez. Pero dos décadas después, en 2009, Hugo Chávez tuvo que llegar a militarizar el Estado para expulsar a cientos de mineros. Otra iniciativa de Chávez, la creación del llamado Arco Minero del Orinoco, fue finalmente llevada a cabo en 2016 por su sucesor, Nicolás Maduro, en un área de 112.000 kilómetros cuadrados del estado Bolívar, con la intención de promover una extracción de minerales al menos ordenada por parte de emprendimientos privados en alianza con el Estado.
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