
Hace años tuve un unicornio de intensa blancura, patas de antílope y pelo de cabra que no trotaba ni mordisqueaba la hierba en ninguna comarca mitológica europea ni tampoco se le vio ocultarse en ninguno de los bosques del primer mundo protegiendo su soledad. El mío debe vivir aun en las cercanías de Maracay y hasta allí iba a verlo, para extasiarme contemplando la agilidad de su perfecta belleza. Las antiguas divas del cine mudo italiano Francesca Bertini, Lydia Borelli o Italia Almirante Manzini con los ojos muy abiertos por exceso de maquillaje caminaban adheridas a las paredes como si buscaran una sombra protectora o las atemorizaban las cámaras del propio cine. Así se desplazaba a veces mi unicornio, rozando los muros de la ciudad. ¡Le gustaba el sol pero se ponía a la sombra! Cuando por simple capricho suyo o por desapego mío decidió alejarse y regresar al inventado bosque donde pacía, las fotos, las cintas de colores y los papelitos con mensajes de amor que estuvieron brotando mientras duró su compañía están en una caja de latón cubierta de trapos y enterrada en el Ávila, la sagrada montaña caraqueña. Soy el único en conocer el lugar donde permanecen escondidos, pero ignoro adónde se fue el hermoso unicornio que me adoró cada vez que lo silbaba en Maracay.
Siempre se mantenía en medio del amor sin ánimo de establecer distancia entre la pareja que yo estaba formando; por el contrario, trotaba desde el fondo del bosque imaginario donde respiraba quietud y soledad y se acercaba rozando las paredes para sentir la sonriente mano de mujer que lo acariciaba y tanto a él como a mí nos agradaba escuchar la voz que le murmuraba frases de dulce ternura.
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