
Por Jonathan Malesic
Con propósitos de los lectores del New York Times
Malesic es escritor y ha sido académico, cocinero de sushi y vigilante de estacionamiento, y tiene un doctorado en estudios religiosos. Es autor del libro de próxima aparición “The End of Burnout”, del que se adaptó este ensayo.
Hace una decena de años, mi amiga Patricia Nordeen era una académica ambiciosa que impartía clases en la Universidad de Chicago y daba conferencias por todo el país. “Ser una teórica política era toda mi identidad adulta”, me dijo hace poco. Su trabajo determinaba dónde vivía y quiénes eran sus amigos. Le encantaba. Su vida, desde las clases hasta la investigación y las horas pasadas en las cafeterías del campus, parecía una conversación larga y fascinante sobre la naturaleza humana y el gobierno.
Pero luego comenzó a enfermarse cada vez más. Requirió cirugías de fusión espinal. Tenía migrañas a diario. Le resultaba imposible continuar con su carrera. Estuvo incapacitada y se mudó a casa de unos parientes. Durante tres años, tuvo frecuentes parálisis. Al final, le diagnosticaron un subtipo del síndrome de Ehlers-Danlos, un atado de trastornos hereditarios que debilitan el colágeno, un componente de muchos tipos de tejidos.
“Tuve que evaluar mis valores fundamentales”, dijo, y encontrar una nueva identidad y comunidad sin el trabajo que amaba. El dolor crónico le dificultaba escribir, a veces incluso leer. Empezó a dibujar, pintar y hacer collages, y publicaba sus obras en Instagram. Allí hizo amigos y comenzó a colaborar con ellos; por ejemplo, una serie de cien días de páginas de cuadernos de bocetos (que incluían acuarelas abstractas, collages, estudios de flores) que intercambió con otra artista. Un proyecto así le permite ejercitar su curiosidad. También “me da una sensación de validación, como si formara parte de la sociedad”, dijo.
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