Opinión | El amor, a pesar de todo, por Francisco Suniaga

Por Francisco Suniaga en Prodavinci

Francisco María Suniaga, 1955. La Asunción. Fotografía de álbum familiar ©Archivo Fotografía Urbana

Hace unos días volví a ver una vieja fotografía de mis padres, de las muy pocas, dos o tres, que existen de sus primeros años de matrimonio. Están bailando, ambos lo hacían muy bien, miran la lente que en una fracción minúscula de segundo recogió y dejó ese momento enganchado en el tiempo. No es necesario verla con detenimiento para darse cuenta de que también en el papel quedó retratada esa felicidad que irradian las parejas que se aman. Papá, además de sastre, era cantante de orquestas tropicales y, quizás por razones de oficio, tenía mucha precisión en los recuerdos asociados con la música. Cada vez que se tropezaba con la foto en el cajón donde estaba guardada, repetía: “Esta nos la tomaron en 1955, en una fiesta de quince años aquí en La Asunción. Bailábamos una canción que estaba de moda y sonó muchas veces esa noche, Cuando florezcan las amapolas, cantada por Manolo Monterrey”. Por ese comentario reiterado de él, cada vez que miro esa imagen, sus cuerpos cobran vida en mi imaginación y puedo verlos veinteañeros y hermosos como eran, danzar al son de aquella vieja guaracha.

Estuvieron casados cincuenta y dos años, hasta la muerte de mi padre en 2005, aunque más distintos entre sí no pudieron haber sido. Con ellos quedó demostrado que la popular “incompatibilidad de caracteres” no pasa de ser un eufemismo para el desamor, causa única, universal y verdadera de las rupturas entre las parejas. Sus personalidades, opuestas en casi todos los renglones, eran muy complejas y los equilibrios en su relación fueron volátiles hasta el último minuto. No era exclusividad de ellos, siempre lo son en cualquier matrimonio; nadie, sin importar el tiempo de convivencia, llega a saber la trama y urdimbre de emociones, intereses y valores que se ocultan detrás de las miradas, incluso transparentes, del otro. Manejarse con los grises y dobleces de la pareja, saber cuándo no conviene enterarse de las cosas o cuándo es preciso mirar a otro lado son mecanismos imprescindibles para sobrevivir a los conflictos que, de manera inevitable, acompañan la vida conyugal, y solo el amor irreflexivo cantado por los poetas románticos, como creo que fue el de mis padres, es el epitelio emocional que la hace posible y feliz.

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