
Por Kevin Roose
Hace unos años, mientras estaba en un viaje de trabajo en Los Ángeles, pedí un Uber para atravesar la ciudad en la hora pico. Sabía que iba a ser un trayecto largo, así que me armé de valor para desembolsar entre 60 y 70 dólares.
En cambio, la aplicación estableció un precio que me dejó atónito: 16 dólares.
Las experiencias de este tipo eran comunes durante la era dorada del Subsidio al Estilo de Vida Milénial, el nombre que me gusta darle al periodo que abarca más o menos de 2012 a inicios de 2020, cuando muchas de las actividades diarias de los veinteañeros y treintañeros de las grandes ciudades eran cubiertas sin darnos cuenta por los capitalistas de riesgo de Silicon Valley.EL TIMES: Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos.Sign Up
Durante años, estos subsidios nos permitieron vivir estilos de vida de Balenciaga con presupuestos de Banana Republic. De manera colectiva, tomamos millones de viajes de Uber y Lyft que nos trasladaron como realeza burguesa mientras dividíamos la cuenta con los inversionistas de esas empresas. Llevamos a MoviePass a la bancarrota al aprovecharnos de sus boletos para ver todas las películas que quisiéramos por 9,95 dólares al mes y tomamos tantas clases de spinning subsidiadas que ClassPass se vio forzada a cancelar su plan ilimitado de 99 dólares al mes. Llenamos cementerios de los cadáveres de las empresas emergentes de entrega de comida —Maple, Sprig, SpoonRocket, Munchery— con solo aceptar sus ofertas de comidas gurmé de bajo precio.
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