
Por Isayen Herrera y Anatoly Kurmanaev
CARACAS — Desde el interior de su palacio presidencial, y aprovechando su dominio de los medios de comunicación, el presidente Nicolás Maduro pronuncia discursos destinados a proyectar estabilidad en una nación que colapsa.
A medida que el Estado venezolano se desintegra bajo el liderazgo corrupto de Maduro y por las sanciones de Estados Unidos, su gobierno está perdiendo el control de amplios sectores del país, incluso dentro de su bastión: Caracas, la capital.
En ningún lugar es más evidente el debilitamiento de su control sobre el territorio que en las cercanías de la Cota 905, una vía que atraviesa una ladera empinada con vista a los pasillos dorados desde los que Maduro se dirige a la nación.
En el laberinto de casas precarias que conforman la zona de la Cota 905 y los barrios cercanos de El Cementerio y La Vega, hogar de unas 300.000 personas, la pandilla más grande de la capital ha ocupado el vacío de poder dejado por una nación en descomposición: entrega alimentos a las personas necesitadas, ayuda a pagar las medicinas y los funerales, abastece a los equipos deportivos y patrocina conciertos de música. En las fiestas patrias, reparte juguetes y coloca castillos inflables para los niños.
Lee más en The New York Times