
Por David Jiménez en The New York Times
MADRID — Una de las causas menos conocidas del genocidio de Ruanda, donde cerca de un millón de personas fueron masacradas a machetazos en 1994, fue la libertad de expresión mal entendida. Políticos, activistas y periodistas hutus prepararon el terreno e incitaron el exterminio de los tutsis a través de una campaña de odio que utilizó la emisora RTLM como altavoz. Uno de los mensajes más repetidos describía a los miembros de la etnia rival como “cucarachas”. Y si no eran más que eso, insectos capaces de colarse en tu casa y extender la enfermedad, ¿acaso no estaba justificado aplastarlos?
Ruanda viene al caso ante el lamento de extremistas de todo el mundo porque finalmente, aunque con años de retraso y demasiado tarde, se estén tomando medidas para eliminar de las redes sociales el odio, la xenofobia, el fanatismo y la desinformación como arma para sabotear democracias. La libertad de expresión tiene sus límites en el abuso de los derechos de los demás. Quién, cómo y cuándo se decide eliminar ese contenido es debatible; la conveniencia de hacerlo, no.
El asalto al Capitolio en Estados Unidos fue la culminación de un mandato en el que Donald Trump utilizó plataformas como Twitter para promover la mentira, la conspiración, el supremacismo y el autoritarismo. La decisión de cancelar sus cuentas en redes sociales, sin embargo, tiene su punto débil en la misma arbitrariedad y falta de transparencia que le permitió operarlas sin control. Las líneas rojas son demasiado finas y complejas para que la decisión dependa de un puñado de directivos de Silicon Valley.
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