
Por Milagros Socorro
“Mira, Lucas, nosotros vinimos aquí a buscar noticias. Y mira” -le señalaba la libreta, que hizo barajar para evidenciar que no había allí ni un solo apunte-: “No he escrito nada. No has dicho nada”. No era, ni de lejos, la primera o la única vez que Berenice Gómez bajaba a los encumbrados del pedestal. “Nosotros tenemos que regresar al periódico a escribir” -volvió Berenice al galope-. “Y qué vamos a escribir… Danos una noticia, pana, porque con este montón de paja no vamos pa’ ninguna parte”. Nadie vino a desalojarla. Eso ocurriría años después, cuando el “legado” terminó por expulsarla de su país y enviarla a morir lejos.
“Yo soy inteligentísima y he leído muchos libros”, solía decir Berenice Gómez a quienes se atrevían a cuestionar su aspecto o su estilo. Y era verdad. Era sumamente inteligente y culta. Tenía, de hecho, la impaciencia propia de la curiosidad intelectual, que se ve exasperada cuando alguien da vueltas y se alarga en una exposición sin completar una idea o adelantar un dato. Y, como tenía la franqueza por bandera, no se inhibía para manifestar su aburrimiento cuando alguien se entregaba a disquisiciones vacuas. Mucho más, si el latoso era quien daba una rueda de prensa.
En abril de 2002, poco después de los hechos que sacaron a Chávez del poder por unas horas, quise escribir una nota que incluyera una declaración del general Lucas Rincón Romero, quien por esos meses era ministro de la Defensa. Como no era mi fuente ni yo tenía acceso al de La Cañada de Urdaneta, le pedí a Berenice, que entonces trabajaba en Últimas Noticias, que me echara una mano. Y dado que estaba pautada una conferencia de prensa de Rincón, ella hizo la diligencia para que me incluyeran en la lista de periodistas con acceso a la sede del Ministerio de la Defensa, donde tendría lugar el evento.
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