
Por Luis Guillermo Franquiz
El 2 de mayo abandoné Bogotá porque me quedé sin trabajo y sin dinero para pagar el arriendo de la habitación que ocupaba. Llevaba casi dos años viviendo en Colombia. Y lo disfrutaba, a pesar del distanciamiento de mi familia y del apartamento propio que ocupaba en Venezuela. Había aprendido a dejar todo eso atrás, desprendiéndome de esas añoranzas como si fuesen un lastre innecesario.
Hice nuevos amigos. Compré libros. Asistí a eventos culturales y literarios. Me concentré en mi trabajo y seguí adelante. De vez en cuando echaba en falta pequeños detalles hogareños, pero el dinamismo de las actividades bogotanas ayudaba a que me mantuviera concentrado en lo que era importante. Y cuando parecía haber alcanzado un tipo de estabilidad, el mundo entero pareció detenerse con una enfermedad desconocida.
Al principio se trataba de algo lejano, al otro lado del planeta, en un continente distinto; pero se las ingenió para cruzar el Atlántico y expandirse entre nosotros. Entonces comenzó el confinamiento preventivo y obligatorio, y todo se cerró a partir del fin de semana del 21 de marzo, primero sólo en Bogotá, como un ensayo organizado por la Alcaldía de la ciudad, y después en todo el país, de acuerdo a las órdenes presidenciales. El freno parecía definitivo, y alcancé esa certeza luego de la última entrevista con mi jefe.
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