Opinión | Colombia y la justicia portátil, por Alberto Barrera Tyszka

 

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Es colaborador regular de The New York Times.


CIUDAD DE MÉXICO — Álvaro Uribe Vélez es un personaje polémico. Siempre ha estado en medio de grandes controversias y su manera de pronunciarse y de debatir puede ser muy irritante. No en balde, en más de una ocasión, se le ha comparado con Hugo Chávez: tan distintos en el terreno ideológico y tan parecidos en sus formas de ejercer el liderazgo. Producían experiencias carismáticas parecidas. Tanto el uribismo como el chavismo son movimientos devocionales. Su definición es la ceguera gozosa, la militancia política trabucada en fervor religioso.

La noticia del arresto domiciliario al expresidente colombiano, ordenado por la Corte Suprema de Justicia de su país, desnuda nuevamente los peligros de la polarización: la solidaridad automática que cuestiona y descalifica a la institucionalidad. Otro paso más en el paradójico proceso que están viviendo nuestras sociedades: los políticos asesinan a la política.

La polarización es una dinámica suicida para los políticos. Se exhiben en permanente ejercicio de destrucción, denunciándose unos a otros, alertando sobre planes malévolos y constantes confabulaciones. Lo único que le queda a los ciudadanos y a las sociedades son las instituciones. Es necesario un acuerdo mínimo, un pacto de respeto para defenderlas. El sistema de justicia no puede ser un poder portátil que se evalúa o se define a conveniencia, según las circunstancias y según el acusado.

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