El tránsito de abril a mayo puede ser el más caluroso de todo el año en Caracas. Aún no ha comenzado a llover y la ciudad parece tomada por una bóveda opresiva, húmeda y plomiza, ahumada por los incendios forestales.
Una especie de otoño invertido, saliendo de la frescura decembrina para entrar en la severidad del calor, con cierres de inventario de origen vegetal: Alfombras de hojas que arropan urbanizaciones, semillas mordidas por loros esparcidas en las calles, basura mal recogida y chicharras orquestadas colocándole música al crepúsculo urbano.
Caracas, la de la pandemia, es un entorno urbano donde la desventura es una convención. Es, hoy, el lugar más triste del mundo. Un trozo de cuero pisado por la bota militar. Un lugar donde todo lo que alguna vez ha sido, difícilmente ya lo vuelva a ser. Una paradoja cotidiana, donde hablan, sobre todo, los recuerdos y las voces de los ausentes. Una ciudad en la cual sus urbanizaciones y confines tienen poco que contarse entre sí.
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