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Es escritor venezolano.
CIUDAD DE MÉXICO — El confinamiento personalizó el espacio público y redujo la vida ciudadana a las redes sociales.
El planeta se convirtió en una peculiar sala de espera donde todos estamos separados pero interconectados, escuchando y compartiendo supuestos datos científicos, análisis, opiniones, testimonios, rumores y especulaciones de todo tipo. Ante la crisis, funcionó la lógica del naufragio: no se sale de una emergencia con asambleas populares sino con órdenes. Le cedimos el poder a las autoridades y nos encerramos, nos quedamos en casa mirando las pantallas. Pasamos a ser fundamentalmente receptores solitarios de distintos contenidos, mientras la calle se quedaba sin voz, perdiendo su posibilidad de construir un debate, de ser y hacer política.
Cada día se nos ofrecen una cantidad inmensa de informaciones: reales, falsas, fidedignas, manipuladas, coherentes, contradictorias, abstractas o muy concretas, científicas o esotéricas. Desde la supuesta presencia de ovnis hasta la invitación de Donald Trump a inyectarse cloro pasando por diferentes noticias, declaraciones sorprendentes, testimonios dramáticos, informes y contrainformes de expertos o incluso de algunos gobiernos, sobre el éxito o el fracaso, la promesa o la imposibilidad de hallar una posible vacuna contra el coronavirus. Somos un silencio enfrentado a un exceso de palabras.
Los incipientes planes de regreso a la normalidad abren también la posibilidad de retomar nuestro lenguaje común, de reactivar los espacios públicos y comenzar a evaluar de otra manera todo lo que nos ha pasado.
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