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Somos muchos quienes nos sentimos cosmopolitas. Éramos movimiento y ahora, confinados, somos quietud. Se impone el estoicismo. ¿Cuáles serán las lecciones de estos meses enfermos?
BARCELONA — Penélope espera a Ulises en Ítaca y Giovanni Drogo, a los tártaros en el desierto. Vladimir y Estragón aguardan la llegada de Godot. Diego de Zama y el Coronel esperan sendas cartas. No es un spoiler revelar que solo Ulises cumple las expectativas, pero al menos todos esperan algo concreto que da forma a su esperanza. Y nosotros, ¿qué estamos esperando? ¿La vacuna? ¿La inmunidad? ¿La caída de la curva de contagios? ¿El regreso de la anormal normalidad? ¿El fin del capitalismo?
En la congelación actual del tiempo, en una situación de intervalo y de final absolutamente abierto, no podemos hacer nada más que esperar sin saber muy bien a qué. Aunque nuestras vidas digitales sigan fluyendo, nuestras vidas físicas se han paralizado. Mientras los Estados se disponen a geolocalizarnos para controlar el contagio, nos preguntamos por nuestra nueva condición ciudadana. El cosmopolitismo ha sido puesto en jaque por un virus que ha activado políticas nacionales y ha cerrado fronteras. Y su vacío lo ha ocupado el estoicismo.
Para preservar la antigua idea de que somos ciudadanos del mundo —y actualizarla en este contexto sumamente adverso— debemos ser pacientes y permanecer atentos. Esas dos viejas virtudes pasadas de moda, la paciencia y la atención, han vuelto a cobrar vigencia en esta época nerviosa, frenética, impaciente.
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