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BARCELONA — El debate del lunes 4 de noviembre, que reunió a los cinco candidatos presidenciales de España, debía ser una oportunidad para poner las cosas en orden. El país lleva cuatro elecciones en cuatro años y el sistema de partidos se ha abierto tanto que la democracia española se acalambra para formar gobierno. Ahora, hay nuevos comicios: el domingo 10 de noviembre los españoles votarán de nuevo con la esperanza de tener, por fin, un gobierno que gobierne.
Mientras eso sucede, la izquierda pelea entre sí y la derecha también, con el agravante de que sus defensores, el Partido Popular (PP) y Ciudadanos, ahora tienen a la extrema derecha, Vox, diciéndoles cuál es su nuevo faro moral. En España no hay una grieta: el país entero es la grieta. El debate lo evidenció y no hay tema donde esa grieta sea más visible que en el mayor desafío político de la España democrática, la crisis territorial y política en Cataluña.
Esa crisis no se solucionará con una derecha inflexible y maniquea, con esta derecha. Y España no debe permitirse su triunfo, pues retrocederá. Esta derecha es un animal salvaje y enojado. Su odio va de la mano con la radicalización del catalanismo. El independentismo está a la expectativa de que la derecha les confirme —a Cataluña y al mundo— que España no es democrática sino una dictadurita franquista. Buena parte del independentismo ya no contiene a los jóvenes que incendiaron algunos contenedores en Barcelona para el espectáculo del morbo global. Más derecha encabritará a los desaforados y esa rabia social hará que Pablo Casado (PP), Albert Rivera (Ciudadanos) y Santiago Abascal (Vox) se froten las manos para ir a por todo en Cataluña.
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