Un fantasma deambulaba por los Estados Unidos, se detenía a ver a los agricultores en quiebra, luego seguía su recorrido y observaba una mancha de adultos desempleados, pasaba por bancos cerrados y fábricas vacías, escuchaba murmullos afuera de Wall Street, ahí la gente rememoraba panoramas maravillosos que pudieron ser pero no fueron. Crisis. El presidente de esa nación, lo intentó acorralar con un programa que llamó el Nuevo Trato, el capital humano sería su base.
Mientras intentaban capturarlo, se paseaba por Harlem, al norte de Nueva York. Se sentaba en las escalerillas de edificios de ladrillos grafiteados y cuando se aburría intentaba colgarse de los tendederos que se comunicaban de ventana a ventana, se quitaba los tenis y los ataba en los cables. No es que ahí la gente no le temiera, más bien, lo recibían con trompetas y clarinetes. Lo invitaban a bailar, lo toreaban con el vuelo de las faldas agitándose, le enseñaban a derraparse en las fiestas.
Entraba a las panaderías, descansaba en las loncherías, observaba tras los vitrales de las lavanderías el ir y venir de sombreros y boinas, de faldas a la pantorrilla, de zapatos de tacón bajo. En Harlem no era algo que destacara o llamara la atención, la gente no se fijaba en su rostro descarnado, ni lo escuchaban cuando se presentaba bajo el nombre de la “Crisis de los Años Treinta”. Sólo lo evadían en los clubes nocturnos.
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